domingo, 16 de enero de 2011


Habían pasado dos minutos y ya estaba caminándome, recorriéndome a mi. Me vi ir y venir por dentro a una velocidad que excedía mis límites, los límites en general. Era una mujer nerviosa y en un momento me había vuelto, en exceso, paranoica. ¿Que había estado pasando conmigo, con la que creía que era yo?. Entonces, era frágil y yo no estaba al tanto de esto. Entonces, mi eje estaba considerablemente de lado y tenía que hacer algo para remediarlo. Pero : qué era exactamente lo que tenía que hacer, y quién lo sabía?. Despejé mi mente como solía hacerlo para cosas de poca importancia, una especie de placebo que inventaba para mi : elegí un punto fijo al azar, lejos dentro de lo posible y canté hasta adormecer, una canción que funciona solamente cuando me escucho cantarla. Como si me auto-dedicara un arroró... Si, suena bastante triste pero resulta eficiente. Entonces me olvidé, porque así lo quise. Siempre opiné que las cosas que a uno lo batían por dentro no tenían que ver más que con una propia decisión y sencillamente me sirvió para superar ciertos momentos, asi que como todo lo que es fácil y útil lo adopté. Fue así que con el tiempo me convertí en mi editora, en la supervisora de mis pensamientos. Hice y deshice como quise, para bien y para mal. Es un juego macabro y desvalorizador de mis decisiones espontaneas de qué o cómo sentir, pero me sirve y en eso termina. Todo se había aplacado hasta nuevo aviso pero eran solo los pensamientos quienes fingían orden, hasta entonces no había podido librarme de las malas sensaciones y ahí estaban consumiéndome. Podía pensar en blanco perfecto e inclusive en mariposas si así lo deseaba, pero mi estómago se retorcía y partía en mil pedazos cuando entre lo bello aparecía su nombre, aunque lo camuflara entre miles de rosas de diferentes tonos. Me había superado. Había decidido una derrota de las que duelen, ante él. La había presentido pero negado hasta entonces y me abofeteaba en ese mismo instante. Asumí que había jugado conmigo, que había hecho de mi un títere idiota el cual no podía manejar ni sus propias decisiones sin apelar su validez, y que su puesto de rey no podía sentarle ni caerle mejor. Acepté que me había dejado ser por él, por nadie más que por él y que había entregado mi preciado yo a Dios... a ese Dios que había elegido para mí y que tenía la sonrisa y los ojos color miel más embriagadores que nadie había visto nunca. Y como un fin asegurado, permití la idea de haberme perdido en su carcajada dulce y serena de donde no había manera de volver.

A C G .

1 comentario: